jueves, 2 de octubre de 2014

Implicaciones del descubrimiento del mundo microscópico en la salud y en el conocimiento de la célula.



La historia del microscopio
(Primera parte)
José Ángel Cobos Murcia


Los primeros grandes avances en la ciencia –y en particular en las ciencias biológicas– se deben en parte a la invención del microscopio óptico, cuando a finales del siglo XVII Anton van Leeuwenhoek, tallando lentes, pudo apreciar el mundo que por su tamaño tan pequeño no era posible ver a simple vista: el mundo microscópico.
Sin embargo, los intentos de amplificar imágenes se remontan a los griegos y romanos, quienes emplearon esferas de vidrio llenas de agua, las que solo eran útiles para observar heridas y tejidos, mas no ese mundo diminuto.
Afortunadamente, años más tarde, gracias a la invención del microscopio óptico, el hombre pudo tener evidencia del gran mundo que existía más allá de las lentes y descubrir así un universo inorgánico, como los cristales de la sal de mesa o las sales de oxalato que se encuentran en la orina y cuya acumulación es la causa de los cálculos renales. Asimismo, pudo observar los lentos desplazamientos de un parásito intestinal, la ameba, lo que también ayudó a que se quitara la venda del oscurantismo y dar así los primeros pasos en la ciencia moderna. Un hecho más, de entre tantos destacables, fue que gracias al microscopio óptico algunos químicos y médicos, como Louis Pasteur y Robert Koch, pudieran estudiar las enfermedades que asediaban a la humanidad.
El microscopio óptico consta de tres sistemas: mecánico, de iluminación y óptico. El sistema mecánico se encarga de dar estabilidad y fuerza a este aparato, así como facilitar su manejo. Su función más importante consiste en sostener el sistema óptico y variar la distancia entre las lentes y lo que deseamos observar. La iluminación se encarga, como su nombre lo indica, de iluminar lo que se quiere ver. Finalmente, el sistema óptico aumenta (ópticamente) el tamaño de las imágenes y está integrado por lentes de cristal que desvían la luz al pasar a través de ellas, concentrándola o dispersándola.



Griegos, romanos y la invención
Los griegos y romanos, con todos sus ejemplos morales o filosóficos, no tuvieron la menor idea de la existencia del mundo microscópico. Esopo y Fredo no pudieron imaginar que existieran animales más pequeños que la pulga. Los emperadores romanos y el mismo rey Salomón, pese a su gran poder, ignoraban la existencia de un mundo completamente inaccesible a su vista, y enemigos que Alejandro Magno ni Aquiles hubieran podido vencer.
Las primeras aplicaciones de lentes fueron hechas por Euclides y Ptolomeo. Euclides fue un célebre matemático alejandrino que publicó Elementos, uno de los textos matemáticos más importantes. Claudio Ptolomeo, a su vez, astrónomo y geógrafo griego, fue el inventor del astrolabio, instrumento usado en las observaciones astronómicas. Séneca, quien fuera el tutor de Nerón y su consejero cuando este fue emperador, relata, al igual que Plinio, cómo el emperador contemplaba las batallas de gladiadores a través de esmeraldas talladas, posiblemente para corregir así su miopía.
A finales del siglo XVI Leonardo da Vinci ya insistía en las ventajas de emplear lentes en el estudio de los objetos pequeños. Durante este tiempo, se destaca el estudio de insectos minúsculos, tanto que en el libro Magia naturalis de Juan Bautista de la Porta se describen los principios y usos de aquellas.
Aún se debate si la invención del microscopio compuesto de dos lentes fue obra del holandés Zacharias Jansen (1590) o del italiano Galileo Galilei (1609). Ambos diseños eran versiones inversas del telescopio desarrollado por el alemán Hans Lippershey y podían amplificar una imagen hasta diez veces.

La primera ocasión que se empleó la palabra microscopio en una publicación científica fue hecha en 1625 por Federico Cesi y Francesco Stelluti en una publicación de la Accademia dei Lincei, la más antigua de las sociedades científicas de Europa, en un trabajo titulado Apiarium, en el cual reportaban observaciones microscópicas de una abeja. Otra publicación de gran importancia fue Micrographia, de Robert Hooke, quien presenta ahí sus observaciones del corcho hechas en 1663 y establece el nombre de célula. Muestra en su obra detallados dibujos de insectos, semillas y cabellos; objetos de uso común, como alfileres y grabados de diferentes tipos de textiles, al igual que algunos esquemas del microscopio. Pero su trabajo solo muestra con gran detalle objetos que es posible observar a simple vista. De igual manera, la primera publicación verdaderamente crucial en que se reporta el empleo del microscopio fue una investigación de la circulación de los glóbulos rojos (o eritrocitos, las células que transportan el oxígeno de la sangre y que están contenidas en esta) en las orejas del conejo. Este trabajo fue realizado por Macello Malpighi en 1665.
El gran innovador y primer microscopista
Para continuar con su desarrollo y amplificar mejor el tamaño de los objetos, la microscopía debía dar un paso atrás para impulsarse. Así, a mediados del siglo XVII, a casi cinco décadas de la controversial invención del microscopio compuesto, Anton Van Leeuwenhoek, un holandés nacido en Delft en 1632, modificó y mejoró su diseño, para lo cual debió reformar el microscopio simple. Leeuwenhoek visitó ópticas y talladurías de vidrio, donde aprendió las técnicas de soplado y tallado. Además, para mejorar las aleaciones con las que se construía la parte mecánica, consultó alquimistas y boticarios, de quienes aprendió los secretos de la extracción de metales.
Con estos conocimientos, él mismo construyó sus propios microscopios, y en 1674 fue el primero de los más de quinientos personajes que se dedicaban a ello. Hoy, los investigadores compran por unos cuantos pesos un microscopio nuevo y reluciente, dan vuelta al tornillo milimétrico y hacen observaciones, muchos de ellos sin saber ni preocuparse acerca de cómo está construido el aparato. El secreto de Leeuwenhoek para alcanzar esos aumentos fue que él mismo tallaba sus lentes, secreto que conservó celosamente y que prolongó el empleo del microscopio compuesto hasta el siglo XIX.
Aunque el microscopio de Leeuwenhouk es simple, logra aumentos de hasta 480 veces el tamaño de los objetos usando una sola lente, como las lupas, a pesar de su poca complejidad
Como lo describió Paul de Kruif en su libro Los cazadores de microbios, Leeuwenhoek fue el primer cazador de microbios y un verdadero microscopista. Fue conserje de la casa consultorial de su pueblo natal, comerciante de telas y el primero en asomarse a un mundo nuevo poblado de seres diferentes. La falta de preparación académica de Leeuwenhoek fue un factor importante en los trabajos que realizó, pues su supuesta ignorancia lo aislaba de la charlatanería de su tiempo, en el que las enfermedades se atribuían a los malos espíritus. Él no tuvo otras guías que sus ojos, sus reflexiones y su criterio, además de una meticulosidad verdaderamente científica en los procedimientos que seguía.
Vivió satisfecho de sí mismo y en paz con el mundo, sin tener otro deseo que poner bajo sus lentes todo lo que hallara en su camino. Observó la carne de ballenas, las escamas de la piel y el ojo del buey, quedando maravillado por la estructura del cristalino; pasó horas enteras contemplando la lana de la oveja, los pelos de castor y de liebre, los que iban de finos filamentos a gruesos troncos. Observó sus propios fluidos corporales y ensartó cabezas de moscas en alfileres para disectarlas. Leeuwenhoek era un “cachorro” que olfateaba sin asco, sin tino y sin respeto todo lo que había a su alrededor.
Ya que sus lentes tenían la capacidad de aumentar cientos de veces el tamaño de los objetos, pudo observar un mundo jamás antes visto, lleno de criaturas que habían vivido, respirado y muerto ocultas y completamente desconocidas para el hombre desde el inicio de los tiempos.
Después de muchas horas corroborando los objetos que tenía durante días bajo el microscopio, realizaba sus observaciones y comentarios, los recopilaba y enviaba a sus conocidos en los Países Bajos, mientras era la burla de la mayoría de los habitantes de Delft. Por fortuna no de todos, pues entre estos últimos se hallaba Regnier de Graaf, un médico y fisiólogo holandés, quien asombrado por los descubrimientos de Leeuwenhoek lo presentó ante la Royal Society (Real Sociedad) de Londres, la más antigua de las sociedades científicas del Reino Unido, de la cual él era miembro.
Los miembros de la Sociedad se impresionaron por el trabajo de Leeuwenhoek y lo animaron a que siguiera escribiéndoles. Desde ese momento y a lo largo de cincuenta años enviaría cientos de cartas al secretario de la Real Sociedad, poniendo al descubierto las imposturas de los charlatanes y disipando supersticiones.
Las cartas enviadas por Leeuwenhoek estaban escritas en holandés, la única lengua que hablaba, por lo que causaron problemas en la literatura científica, pues entre los siglos XVII y XIX casi todas las publicaciones se escribían en latín; sin embargo, siempre fueron recibidas con beneplácito por los caballeros de la Real Sociedad, de la que lo hicieron miembro en 1680; desde 1674 hasta el día de su muerte llevó a cabo numerosos descubrimientos, entre los que destacan la primera descripción precisa de un glóbulo rojo y de protozoos a los que llamó “animálculos”; describió tres tipos de bacterias e hizo la primera descripción de un espermatozoide humano. Fue tan famoso que reyes y reinas retrasaban sus viajes para pasar por Delft y poder mirar así a través de las lentes de este celoso holandés.
Describe De Kruif que a los 91 años, ya en su lecho de muerte, Leeuwenhoek hizo llamar a su amigo Hoolvliet, a quien le dijo: “Sé bueno y toma esas dos cartas sobre la mesa, tradúcelas al latín y envíalas a Londres, a la Real Sociedad”. Hoolvliet obedeció y anexó la siguiente nota: “Les envío, apreciables señores, el postrer regalo de mi amigo muerto, esperando que sus últimas palabras sean del agrado de ustedes”.

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